A pesar de la oposición de algunos hombres de
ciencia bastante escépticos, el que en estos momentos el planeta Tierra vive
una sexta extinción de especies en masa es una verdad innegable. Más de 300 variedades
de vertebrados han desaparecido en los últimos siglos y de invertebrados ni
podemos dar una cifra aproximada.
La diferencia de esta extinción en masa que
vivimos con las anteriores es que el culpable hemos sido nosotros, “el hombre”.
El desarrollo intelectual y tecnológico que ha experimentado nuestra especie en
los últimos siglos se ha llevado a cabo sin tener en cuenta el mundo natural
que nos rodeaba, lo que para este último ha significado una catástrofe sin
precedentes.
Aquellas épocas de grandes exploraciones de
pasadas centurias se convertirían en el principio del fin para no pocos
animales. La vaca marina de Steller, un sirenio de hasta 10 metros de largo y 10
toneladas de peso, sería víctima de varias empresas europeas. Fue descubierta
oficialmente por la expedición de Vitus Bering hacia 1741 y vista por última
vez en 1854.
Idéntica suerte en idéntico hemisferio corrió
el alca gigante, el auténtico pingüino. En un tiempo vivieron desde Groenlandia
hasta Florida y desde Cabo Norte hasta la Península Ibérica. Se cuenta que tres
marineros fueron los encargados de matar la última pareja y su huevo en el islote
islandés de Eldey hacia 1844, pero… ¿de verdad fueron esos individuos los
últimos?
Alcas gigantes (A Last Stand, de Errol Fuller)
La vaca marina de Steller (paoloscalzo.blogspot.com.es)
Qué decir del más famoso de cuantos animales
han sido extinguidos por el hombre, del que durante algún tiempo fue tachado de
animal fabuloso por la ciencia: el dodo. Su hábitat, la isla de Mauricio, fue
invadido por europeos que abandonaron allí animales domésticos que se cebaron
con ellos y sus nidos. Este infortunio sumado a la caza constante para alimento
fue el causante de su total desaparición.
Retrato del dodo, de Cornelis Saftleven
Hasta depredadores como el lobo marsupial de
Tasmania no pudieron hacer frente al colonialismo blanco; este vio en él a un
falso enemigo, y fraudulentos comportamientos del animal propagados con rapidez
entre los habitantes de la isla relegó al último individuo (siempre
oficialmente) al zoo de Hobart, donde falleció en 1936.
En este sello de 1981 todavía se clasificaba al tilacino de
animal en peligro de extinción; oficialmente el último
moría en un zoo en 1936
Nuestro innato carácter destructivo, habitual
hasta en las sociedades más primitivas, también nos ha privado de un fantástico
ejemplo de evolución convergente. El moa de Nueva Zelanda y el pájaro elefante
de Madagascar eran dos ratites que con sus tres metros de altura cada una competían
por ser el ave más alta de la Tierra. Su imposibilidad para volar se convirtió
en su sentencia de muerte, pero simplemente por el hecho de que el Homo sapiens se cruzaría en sus vidas.
Pie de moa bastante bien conservado. Foto de Ryan Baumann
Pocas personas saben del cebro, encebro o encebra, un bello équido salvaje de piel rayada en las patas, extensa mancha en el hocico y una banda oscura dorsal, que es citado incluso en El Quijote por su popular velocidad, y que habitó la península hasta finales del siglo XVI o principios del siglo XVII. Con su piel se fabricaban escudos y zapatos, y por la venta de esta se tenían que pagar tasas más altas que las estipuladas para el ciervo o la cabra. Se trata de un misterioso animal para el que hasta ahora solo hay conjeturas sobre su verdadera identidad.
El último oso del Atlas dicen que fue cazado
en los montes de Tetuán a finales del
siglo XIX, no obstante referencias sobre su supervivencia fueron proporcionadas
a lo largo del siglo XX. Las descripciones sobre este animal van del color negruzco
al marrón con una mancha oscura en la garganta, lo que sumado a recientes
pruebas genéticas, no hacen sino difuminar más aún su auténtico origen.
Pocas personas saben del cebro, encebro o encebra, un bello équido salvaje de piel rayada en las patas, extensa mancha en el hocico y una banda oscura dorsal, que es citado incluso en El Quijote por su popular velocidad, y que habitó la península hasta finales del siglo XVI o principios del siglo XVII. Con su piel se fabricaban escudos y zapatos, y por la venta de esta se tenían que pagar tasas más altas que las estipuladas para el ciervo o la cabra. Se trata de un misterioso animal para el que hasta ahora solo hay conjeturas sobre su verdadera identidad.
Lamentablemente esta lista se ve engrosada
con nombres como el uro, el enorme antepasado de nuestros toros que vivió hasta
el siglo XVII, el cuaga de Sudáfrica, subespecie de la cebra, uno de los dos
últimos caballos salvajes como fue el tarpán, o el león norteafricano. Y todo
apunta a que a ella hay que ir sumando animales como el primitivo bóvido del
sureste asiático denominado kouprey y otro tan autóctono como el torillo
andaluz, una interesante ave de parecido a la codorniz en la que la hembra hace
el papel del macho.
Este es el alto precio que el planeta ha tenido que pagar por nuestra aparición y evolución en el escenario de la vida.
Este es el alto precio que el planeta ha tenido que pagar por nuestra aparición y evolución en el escenario de la vida.
Kouprey abatido en Camboya. Foto de James Mellon
La historia completa de estos formidables
animales y muchos otros, de cómo fueron borrados del planeta por culpa de las
acciones del hombre, puede encontrarse en “El
libro de los últimos animales extintos” de Daniel Rojas (Círculo Rojo,
2014).
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