No sé cuántas veces, de niño, miraría desde mi cama el mapamundi que tenía en mi habitación, enfocando la vista en un pequeño país aislado junto al Polo Norte y preguntándome si algún día lograría llegar hasta allí.
Ese punto del globo no era otro que Islandia, el cual llevaba años antojándose como el destino soñado. De hecho, justo cuando más cerca lo tenía, estalló la pandemia. Pero afortunadamente, el futuro me tenía reservado un momento probablemente más oportuno para el tan deseado viaje.
Día 0
Llegado por fin el momento, por diferentes motivos para llegar a Islandia elegimos Málaga-Dublín, Dublín-Keflavik.
Era la tercera vez que visitaba Dublín, donde, como primera parada, pasamos el día entero para volar al día siguiente. Pero en esta ocasión no hicimos apenas turismo; nos dedicamos a pasear sin más pretensiones y ultimar el equipaje. Una cosa en la que me fijé de nuevo es en la suciedad que tiene la ciudad, que en definitiva no la diferencian de otras grandes urbes españolas.
Día 1
Tras llegar al aeropuerto de la capital irlandesa y desayunar, subimos al avión que nos llevaría a Islandia. Y es aquí cuando voy tomando consciencia de que el sueño está a punto de hacerse realidad y hasta los nervios hacen más acto de presencia de lo normal.
Después de despegar vamos dejando atrás una lluviosa Dublín y surcando el Atlántico norte nos acercamos tras dos horas de vuelo hacia una soleada costa islandesa, en la cual podemos empezar a ver las fumarolas y los glaciares. No nos lo podíamos creer, estábamos llegando a Islandia…
Tras el aterrizaje, nos recogen en el aeropuerto y nos llevan al lugar en Keflavik donde nos entregarán la caravana.
Ahora sí, la aventura ha dado comienzo de verdad.
El día va avanzando y, aunque hay dos horas menos que en España, en realidad poco más podemos hacer que comprar, salir de la urbe y buscar un lugar donde dormir dentro ya de la península de Snæfellsnes. Así, al día siguiente ya podemos comenzar a ver lugares.
Día 2
Tras un desayuno bajo nuestro primer amanecer islandés, nos dirigimos al primer destino con nuestra primera ruta: el cráter de Eldborg.
Su nombre significa Castillo de Fuego. El camino que nos lleva hacia allí es sencillo y corto, y el escenario comienza a recordarme al norte de Escocia. Las vistas son fascinantes. Se trata de un buen adelanto de lo que nos espera en esta espectacular isla.
Una de las cosas que teníamos claro en nuestro primer contacto con Islandia es que no nos iba a costar la salud como en otros viajes, en el sentido de que no nos íbamos a estrellar por llegar a los sitios y que cada momento lo disfrutaríamos todo lo posible.
De todas formas, vamos con una caravana normal, nada de 4x4, y eso significa que nuestros destinos casi siempre irán ligados a carreteras como la Ring Road que rodea el país, y no a las de grava que nos llevarían a destinos más recónditos.
De esta manera, nos entretenemos con la ruta hacia el cráter y tras la comida nos dirigimos a otros dos puntos de este brazo peninsular, siendo conscientes de que no tendríamos tiempo de darle la vuelta.
La siguiente parada es la cascada de Grundarfoss, una de las más grandes de la península y la primera de las que veremos por toda la isla.
Y no muy lejos, se encuentra uno de los puntos más fotografiados de toda Islandia.
La montaña de Kirkjufell es de esos imprescindibles de la isla, y es verdad que se trata de un lugar muy fotogénico. Especialmente cuando se observa con la cascada de Kirkjufellfoss en primer plano.
La idea es, desde aquí y sin muchas horas de sol por delante, seguir por la carretera 54 para incorporarnos a la Ring Road. Lo que no esperábamos era encontrarnos con que un buen tramo estaba en un estado deplorable, y esto se convertirá en una tónica durante todo el viaje. Lo que nos deja claro que cuando logremos incorporarnos a la Ruta 1 no nos volvamos a salir de ella.
Con esta guisa tenemos que bajar la velocidad bastante para no tener ningún percance. Para colmo, ya cerca de la 60, que debía llevar a la Ruta 1, comenzó a llover y nevar, hasta toparnos con un buen temporal que nos obligó a pararnos en una gasolinera, y, sin que amaine mucho, buscar un pueblecito donde dormir. Así nos dan las tantas y decidimos acostarnos sin poder hacer mucho más. ¿Conseguiríamos llegar al día siguiente a tiempo a nuestro destino, para mí uno de los más esperados del viaje? Esa era la pregunta.
Día 3
Ese destino tan esperado era la isla de Grímsey, a 40 km de la costa norte islandesa, pero para llegar a ella teníamos que estar en el puerto de Dalvik a las 9:00 de la mañana.
Para lograrlo debíamos levantarnos bastante temprano, pues nos quedaban sobre dos horas y media de camino. Y afortunadamente, lo conseguimos, llegamos a tiempo.
Durante el trayecto, aunque no sabíamos si lo lograríamos, no podíamos dejar de disfrutar según iba amaneciendo. Se notaba que había bajado la temperatura por la noche, pues casi todo a nuestro paso estaba nevado. Daba hasta pena llegar a nuestro destino y dejar de babear con el paisaje.
En el puerto de Dalvik estaba nuestro ferry, el Sæfari. Confirmamos nuestra reserva y subimos a bordo.
Podría decir que el trayecto fue una maravilla, pero no, no lo fue. El mar estaba bastante mal, tanto que de los quince pasajeros que íbamos a bordo solo dos hombres y un servidor no acabamos vomitando.
Lo sorprendente es que yo, que no puedo ni siquiera oír a una persona vomitar sin ponerme yo también bastante mal, estaba a lo mío, intentando mantenerme en pie para mirar por las ventanas por si había algún cetáceo. Se notaba que la biodramina me había hecho efecto, tanto que, cuando mi emoción aminoraba, me iba echando algún que otro sueño.
Más de tres horas después llegamos a la isla de Grímsey, cosa de la que todavía no era realmente consciente.
El primer local que vimos.
Echamos a andar y empezamos a ver los primeros acantilados, hogar de numerosas aves, entre ellas los frailecillos que ahora no se encontraban allí.
Hay otra cosa que vemos en abundancia: excrementos, excrementos que parecen de carnívoros. ¿Pero qué carnívoros? No cuadraban con los de zorros árticos que si hay en la isla principal. Y evidentemente tampoco con los osos polares (ya quisiéramos) que ocasionalmente han llegado a Islandia, incluso a Grímsey.
Indagando en publicaciones científicas di con un buen candidato: el visón, que con motivo de la industria peletera se introdujo en Islandia en la década de 1930, convirtiéndose en una mortífera plaga. Pero la verdad es que no he conseguido encontrar nada sobre su presencia en la isla de Grímsey.
Continuando nuestra caminata seguimos viendo bonitos prados y acantilados, hacía buen tiempo. Hasta que divisamos nuestro objetivo: el Orbis et Globus.
Acabábamos de cruzar el Círculo Polar Ártico...
Este señala que estamos a punto de pasar el círculo polar ártico. Por lo que me dijeron había un cartel, pero estaban hartos de que se lo llevaran. ¿Y nadie se atreve ahora a llevarse esta bola de hormigón?
En la isla el círculo polar se desplaza hacia el norte 15 metros por año, y se calcula que en 2050 Grimsey, y por tanto Islandia, no podrá incluirse dentro del círculo polar ártico por mucho tiempo.
Pero a saber dónde estaré en 2050… Lo importante es que ya puedo decir que he estado en el ártico.
Uniéndome a mis acompañantes, intentamos rodear la isla, pero el camino desapareció y antes de torcernos un tobillo nos pasamos a un camino principal que nos llevaría de nuevo al puerto. Nunca cuatro horas me habían pasado tan rápido…
El camino de vuelta fue otra cosa. El mar ya no estaba tan movido. Tras una charla con unas mujeres latinoamericanas, al ir acercándonos a tierra comenzó el espectáculo. El sol del atardecer doraba las montañas nevadas y pude ver como dos ballenas en intervalos distintos emergían del agua. Tan rápido y fugaz todo que no hubo manera de retratarlas.
De esta maravillosa manera llegamos al puerto de Dalvik. Pero el día no había acabado.
Cuando ya cerrada la noche, nos disponíamos a buscar camping, nos quedamos atónitos en la misma carretera. Comenzamos a ver algo similar a unas nubes extrañas que se volvían cada vez más verdes, hasta percatarnos de que no, no eran nubes. ¡Eran auroras boreales! Nuestros gritos se tuvieron que oír hasta en España.
Paramos en un área de descanso y nos dejamos envolver por el espectáculo. Aquello era de lo más maravilloso que había visto en mi vida. En mi cabeza pensaba que si conseguíamos ver algo, sería de manera tenue, pero no, aquello era completamente verde fosforescente. Algunos halos se esparcían por el cielo, pero otros eran como cortinas lumínicas cayendo por la parte más alta de la montaña.
Yo estaba tan nervioso que no sabía ni lo que hacer con la cámara. Rompí el trípode pequeño que llevaba y ni conseguía arreglármelas con el móvil. Tiré algunas fotos como pude, imágenes mierderas meramente testimoniales, pero a las que siempre les guardaré un gran cariño.
Posteriormente, cuando conseguimos encontrar un lugar donde dejar la caravana y nos disponíamos a dormir, vimos como desde la cúpula volvían a aparecer, pero esta vez no eran tan fuertes. Me salí fuera, tomé algunas fotos y me dormí viendo como pasaban por encima de nuestra caravana.
Día 4
La mañana siguiente, con una
sonrisa enorme en nuestros rostros, nos dedicamos a poner a punto nuestra
caravana. Tras parar en un mirador, nos dirigimos a nuestro siguiente destino.
Este era Goðafoss, conocida como
la catarata de los dioses. Otro espectáculo.
Y que frío hacía….
Luego a comer, y carretera de nuevo.
Nuestro camino se pone cada vez más nevado y a lo lejos unas fumarolas anuncian la próxima parada: los baños termales de Myvatn.
Antes de entrar exploramos una cueva cercana donde hay otros baños, pero dentro los vapores, que dudo que respirar eso continuamente sea bueno, truncan cualquier intento de foto.
Volvemos a las aguas termales. Creo que este es el baño más surrealista que me he dado en mi vida. Con la noche cerrada, aquello estaba masificado. Entre latinos y españoles no parecía que estuviéramos en Islandia. Todo bajo la iluminación azul del agua con su característico olor, una grúa trabajando cerca y la nieve en los alrededores. Costaba salir del agua lo más grande del frío que hacía fuera.
Una experiencia agradable y extraña al mismo tiempo.
Como cada noche nos dispusimos a buscar donde dormir, pero la nevada que se nos echó encima no lo puso nada fácil. Finalmente dimos con un sitio donde nos sorprendió encontrarnos con tantos vehículos. Pero ya teníamos donde descansar, que era lo importante.
Día 5
Despertarse rodeado de nieve, con las ovejas a lo suyo y en Islandia. Qué maravilla.
La verdad es que costaba irse de allí, pero había que seguir.
Nuestra siguiente parada la hacemos en otra catarata, la de Rjúkandafoss, con casi 100 metros de altura.
Tras buscar provisiones y tomarnos un descanso para comer llegamos a otra catarata, para mí lo menos asombroso del viaje. Creo que era la de Búðarárfoss.
Continuando nos encontramos con una pequeña parada desde donde podemos acercarnos a unos caballos islandeses. Menuda majestuosidad de animal.
La noche se va acercando y empezamos a bajar por la costa oriental, pero antes de buscar donde dormir en algún pueblo pesquero, nos acercamos a ver un pequeño faro naranja, el de Hafnarnesviti.
Me encanta el naranja con el que numerosos faros han sido pintados a lo largo del país. Posiblemente para que sean más visibles desde cualquier punto.
Día 6
Dejamos el pequeño pueblo pesquero y seguimos la carretera a lo largo de la costa suroriental, para hacer primero una parada en una pequeña playa donde nos entretenemos mirando la fauna muerta que el mar ha depositado en la orilla.
Pero, quizás, nada comparado con lo que estábamos a punto de visitar: la playa de Stokksnes.
Estamos sin duda ante uno de los lugares más espectaculares de toda Islandia.
Esa vegetación, como antesala de un fondo con montañas nevadas y una playa negra. Cuesta creer que exista un lugar así. Sin duda este hace las delicias de fotógrafos de todo el mundo.
Encima, con el vendaval que nos azotaba, todo cobraba una naturaleza más mágica. Se me ocurrió salir sin guantes y menudo error. En unos minutos ya no me sentía las manos.
Es increíble como casi todo el día lo echamos aquí, pero no era para menos.
A estas alturas del viaje las auroras no habían vuelto a aparecer, pero no perdíamos la esperanza. No obstante, esa noche no sería.
Condujimos durante más de dos horas con lluvia para buscar un camping donde descansar, ya cerca de nuestra próxima aventura del día siguiente.
Día 7
Los glaciares son otra de las peculiaridades de Islandia, pues estos ocupan más del 10% del país. Verlos desde la carretera ya imponen sobremanera.
En concreto, nosotros no visitamos ninguno en sí, sino la laguna glaciar contigua al de Vatnajökull, conocida como Jökulsárlón.
Es impresionante ver los glaciares de cerca, e igualmente las focas, que no dejan de nadar alrededor de ellos. También parece, por lo que se puede leer, que en la laguna llegan a entrar ballenas. Nosotros desde luego no vimos ninguna…
Justo al lado se encuentra otra de las atracciones más populares de Islandia: la playa de los diamantes.
Imagino que con el sol fuera, esta playa llena de trozos de hielo, parece que provenientes de la laguna glaciar de Jökulsárlón, debe ser deslumbrante. Pero igualmente el fondo gris del mar y del cielo se reflejan de manera espectacular sobre los hielos en la arena negra. Es otra forma de verlos y que da bastante juego, aunque no haya luz solar. Nos costó una barbaridad irnos de allí y dejar de tirar fotos.
Tras la esperada comida de cada día, seguimos nuestro camino observando las lenguas del glaciar que, como ya comenté, desde la misma carretera se ven impresionantes, así como montañas de mil formas.
La lluvia no quiere abandonarnos, y, por cuestión de tiempo, al final no paramos en ninguna área de descanso para fotografiar de mejor manera las grandes extensiones de rocas cubiertas de musgo, cuyo punto más conocido es el llamado campo de lava de Eldhraun.
Por fin, según vamos avanzando hacia el oeste, el día parece ir abriéndose. Nuestro objetivo es llegar a algún camping de Vik para hacer noche, pero la imagen que vemos nos obliga a posponer un poco este objetivo.
Con las últimas horas de luz, sobre el crepúsculo destacan tres grandes y peculiares rocas. Son las conocidas como agujas de Reynisdrangar, y su forma dio origen a la leyenda de que en realidad son tres troles que quedaron petrificados al salir el sol mientras intentaban sin fortuna atrapar un barco.
Finalmente llegamos al camping, donde, como aquel día en el norte, Nótt volvería a depararnos algo muy grande.
Después de varias noches, el cielo se había despejado lo suficiente. Con este ya en la oscuridad total y con solo un dos por ciento de posibilidades, las auroras boreales volvieron para dejarnos de nuevo boquiabiertos.
Un resbalón del teléfono y salió esto...
Justo cuando fotografiaba una aurora en el horizonte, se vio caer un meteorito.
Sin trípode, la cámara quedó en un segundo plano, apañándomelas de nuevo con el móvil. Nunca diez segundos de exposición dieron para tanto. No sé cuántas fotos tiré esa noche, pero se convirtió en un vicio.
Hasta desde la cama, apoyado el teléfono en la ventana, seguí realizando instantáneas.
Y una vez más, volví a dormirme viendo auroras desde mi cama.
Día 8
Ya en la laguna glaciar de Jökulsárlón comenzamos a ser conscientes de verdad de la masificación turística que, como España, sufre Islandia. Pero esta jornada se llevaría la palma.
Iglesia de Vik
Llegamos a la playa negra de Reynisfjara,
que en realidad es como una continuación desde donde la tarde anterior vimos
los troles petrificados de Reynisdrangar.
Otro lugar espectacular.
Apartándonos en lo posible de los grupos turísticos, nos daban ganas de quedarnos
allí todo el día. Lo mismo de cada sitio que visitábamos.
Pero nos movemos, ahora hacia otro monumento natural igual de espectacular: la cascada de Skógafoss.
Esta es la cascada de Islandia que para mí se lleva el premio, más con el arcoíris que se proyectaba.
¡Pero cómo cuesta hacer una foto sin nadie delante!, que imagino que cada uno de los allí presentes pensaría lo mismo. Otra cosa que teníamos todos en común es que de allí salimos empapados.
Tras Skógafoss tocaba el turno de Seljalandsfoss, cuya peculiaridad es la de que es posible pasar por detrás de ella.
Y, por último, más escondida, accedimos hasta la cascada de Gljufrabui. Impresionante también. Como la mojada que cogí al subirme a la piedra más grande delante de la caída de agua. Pero mereció mucho la pena.
Tras estas visitas, como cada noche, a buscar camping. Y ello nos llevó hasta Selfoss.
Allí volvimos a sentirnos muy afortunados. La dama verde volvió a aparecer, aunque no con la misma fuerza que las anteriores ocasiones. Poco importaba esto último en realidad. Por tercera noche volvíamos a ver auroras boreales. La de gente que ha viajado a Islandia y ha vuelto sin verlas ni una vez.
Incluso, antes de acostarnos, nos alejamos un rato de la ciudad para poder verlas algo mejor.
Día 9
Para este día nos acercamos hasta
la capital islandesa, Reikiavik, con el objetivo de salir en busca de ballenas.
Allí ya nos avisan de que el mar está demasiado movido.
La verdad es que costaba creer que sacaran en el barco en tales condiciones, pero imagino que es algo a lo que ya estarían acostumbrados.
El vaivén del barco, así como el oleaje, llegaba a ser muy notable por momentos. Y tras un rato navegando, cuando ya parecía que no veríamos nada, hizo aparición una ballena jorobada.
Costaba enormemente mantenerse de pie en el barco, a la vez que aguantarse con una mano y disparar con la otra. Así, entre otros pasajeros, y rezando porque no me vomitaran encima, logré tomar algunas fotos del ejemplar.
La verdad es que sí, salir así, con la mar en ese estado, fue toda una experiencia.
Tras llegar a puerto nos fuimos al centro a probar algo de gastronomía islandesa. Hicimos algo de compras, pero no vimos mucho de la capital. Ya me hubiese gustado tener más tiempo para visitar algún que otro museo.
Terminamos la tarde en unos baños termales y posteriormente pillamos nuestro último camping. Una vez más, las auroras boreales se dejaron ver. Pero esta vez solo en manchas rosáceas bajo el techo de nubes. Las valkirias querían despedirse de nosotros.
Día 10. Fin del viaje.
Con una gran tristeza, la siguiente mañana la dejamos para poner a punto la caravana antes de entregarla al mediodía en Keflavik.
Habíamos completado el círculo. Ahora sí, todo estaba llegando a su fin.
Keflavik no ofrecía mucho parecía. Pero paseamos por la ciudad, cerca de nuestro hostal.
Probé una de las mejores hamburguesas de mi vida y más tarde algún dulce. Un último vistazo al mar, y de vuelta al hostal a descansar.
Bien temprano, volaríamos a Dublín. Y más tarde, hasta Málaga. Regresábamos a casa.
En resumen, este viaje me deja tocado; la nostalgia de algo tan reciente se apodera de mí a cada momento del día. Ni en mis mejores pensamientos hubiese imaginado que todo hubiese salido tan redondo. Evidentemente cada viaje es un mundo, pero nos traemos unas vivencias, recuerdos y sensaciones que cuesta creer que vuelvan a repetirse con la misma intensidad.
La parte negativa es haber visto en primera persona la masificación que sufre la isla, especialmente las principales atracciones del sur. Llegar hasta Islandia, con lo que a muchos nos cuesta, para hacerse un selfi junto a una catarata o un acantilado sacando morros o culo va más allá de lo absurdo y demencial. Se entiende en gran parte, por mucho que una buena porción del país viva del turismo, el carácter difícil y huraño con el que a veces los lugareños nos recibían. Si esto está ya pasando en Andalucía por la masificación turística, imaginad en el norte de Europa.
Lo importante es que Islandia, como me ocurrió con Irlanda y Escocia, se queda en mí para siempre. Esto es algo que ya sabía que pasaría. Por ello, aunque no sepa cuándo, si la vida me lo permite sé que volveré a recorrer sus paisajes de ensueño.